Érase una vez un pequeño niño, amante de la lectura. Día y noche leía. Horas, semanas. Básicamente devoraba altos libros en días de lectura. Cuidaba con su vida su estantería.
Pero había un libro especial.
Ese que le traía paz, felicidad, esperanza.
Caminaba en círculos dos veces, se estiraba cuatro y se sonaba la nariz cinco, por las dudas, antes de agarrarlo.
Pudo haber elegido otro. Pero no.
Ese era. Amaba Peter Pan.
Revoleando los ojos por los gritos de su padre, se tapó los oídos.
En silencio, fue a ver qué sucedía.
Las medias que usaba se ensuciaban a cada paso que daba mientras bajaba las escaleras.
Por la puerta, observó una silueta.
Robusto, masculino.
Un plato de sopa reposaba en la mesa, junto a los dibujos que le había hecho a su madre.
Una mancha carmesí en el piso.
Se escuchaba el agua de la canilla correr, pero ya ningún sonido de parte de su padre.
Vio un dibujo suyo en el suelo, junto a la mesa.
Con indignación y berrinche infantil, terminó de bajar las escaleras.
Lo que vio lo dejó perplejo.
¿Qué le había pasado a su mamá?
¿Por qué estaba tirada en el suelo?
¿Por qué había sangre tras ella?
¿Por qué su papá lo miraba furioso?
¿Acaso no lo quería?
¿Por qué se dirigía a él con los puños cerrados?
Cerró los ojos, esperando lo peor.
O lo mejor.
Tal vez, podría quedarse en el País de Nunca Jamás.
Tal vez, podría ser un niño para siempre.