Danzar.
Sentir sus brazos y piernas moverse delicadamente al compás de una canción le apasionaba mucho. Era lo suyo, y lo sabía.
Amaba sentir las miradas de los demás sobre ella. Sentirse desnuda, vulnerable, solitaria.
Única.
Humana.
Llena de vida... La poca que le quedaba.
Quería salir, gritar, llorar, hacer de todo, pero el tiempo la acorralaba.
Su vida iba pendiendo de un hilo pequeño...pero fuerte.
Aún quería vivir.
El lunes había recibido un papel.
Firmado con el sello del Hospital Italiano, lo había abierto con miedo.
Las lágrimas no tardaron en aparecer, y junto con sus esperanzas de viajar, su ánimo se destruyó.
Lloró todo el día restante.
A sus 28 años de edad, iba a morir.
Sin lograr nada más que trabajar en un teatro de baja reputación.
A su novio ni siquiera le había asombrado la noticia.
Le había dicho simplemente que se cuidara mejor, que ya se lo esperaba con sus problemas de alcohol.
Nada más.
Y se retiró de su hogar.
Ese que habían construido juntos con amor y dedicación hacía diez años, cuando aún era una ingenua y se dejó llevar por el enamoramiento, las dulces mentiras.
Y ahora, la triste verdad.
El amor que le había profesado había quedado atrás, junto con sus ansias de casarse y tener hijos.
Todo eso había desaparecido.
Así, de forma rápida, como la luz abandona los ojos de un muerto.
Decidió volver.
Dejó una nota en el pequeño departamento de Berazategui donde vivía, y partió.
Tomó el micro hasta el Maipo, donde trabajaba.
Mientras hacía los papeles de renuncia, vio cómo una artista audicionaba. Se presentaba como actriz de comedia, Lola Membrives.
Sonrió al ver a la joven.
Sentía que iba a llegar muy lejos en ese lugar.
Cuando salió, triste, tomó el ferrocarril.
Todavía tenía kilómetros por recorrer, quería olvidarse de los lugares que solía conocer.
De la gente que solía amar.
De los sueños que deseaba alcanzar.
Prometió no llorar.
Bajó del ferrocarril.
Ahí estaba, el barrio donde vivía de pequeña.
Caminó largas cuadras hasta llegar al hogar de su madre.
Tocó la puerta tres veces, y abrieron. Ella estaba ahí.
Gastada por la edad, pero aún bella.
Con arrugas adornando su cara, pero todavía hermosa.
Le sonrió.
El asombro se notaba en la cara de la anciana, sin embargo la dejó pasar.
Preguntó por sus hermanas.
Supo que todas se habían casado y mudado con el paso del tiempo.
Charlaron un rato más, hasta que la mujer de mayor edad quiso descansar.
Rita la acompañó hasta el cuarto y la arropó. Se despidió de ella deseándole buenas noches y con un beso en la mejilla.
Como si fuera la última vez.
Cerró la puerta y se dirigió a su cuarto. Melancólica, se acostó.
Sus pensamientos se volvieron negros.
Empeñada en escapar, sentía cómo poco a poco se iba.
Sus emociones habían colapsado.
Buscó con desesperación en su maleta su medicamento para el hígado.
Lo encontró.
Sus manos temblaban. ¿Iba a hacerlo?
Fue hasta la cocina y también buscó el whisky.
Se había decidido.
Había tocado fondo, y fue amor a primera vista.
Esa vida llena de sonrisas injustificadas y sueños vacíos iba a acabarse.
Rezó por su madre.
Y por ella.
Para que la tierra abrace su alma y la sostenga.
Para que su enfermedad se cure en el interior del atardecer.
Para que nazcan flores en las oscuridades de sus pensamientos.
Para ser feliz, y morir en paz.
Había empezado con una enfermedad en sus entrañas, y terminó así.
Tomando una sobredosis de medicamentos y el alcohol más fuerte que encontró.
Sola.
Triste.
Así, había fallecido.
Sentir sus brazos y piernas moverse delicadamente al compás de una canción le apasionaba mucho. Era lo suyo, y lo sabía.
Amaba sentir las miradas de los demás sobre ella. Sentirse desnuda, vulnerable, solitaria.
Única.
Humana.
Llena de vida... La poca que le quedaba.
Quería salir, gritar, llorar, hacer de todo, pero el tiempo la acorralaba.
Su vida iba pendiendo de un hilo pequeño...pero fuerte.
Aún quería vivir.
El lunes había recibido un papel.
Firmado con el sello del Hospital Italiano, lo había abierto con miedo.
Las lágrimas no tardaron en aparecer, y junto con sus esperanzas de viajar, su ánimo se destruyó.
Lloró todo el día restante.
A sus 28 años de edad, iba a morir.
Sin lograr nada más que trabajar en un teatro de baja reputación.
A su novio ni siquiera le había asombrado la noticia.
Le había dicho simplemente que se cuidara mejor, que ya se lo esperaba con sus problemas de alcohol.
Nada más.
Y se retiró de su hogar.
Ese que habían construido juntos con amor y dedicación hacía diez años, cuando aún era una ingenua y se dejó llevar por el enamoramiento, las dulces mentiras.
Y ahora, la triste verdad.
El amor que le había profesado había quedado atrás, junto con sus ansias de casarse y tener hijos.
Todo eso había desaparecido.
Así, de forma rápida, como la luz abandona los ojos de un muerto.
Decidió volver.
Dejó una nota en el pequeño departamento de Berazategui donde vivía, y partió.
Tomó el micro hasta el Maipo, donde trabajaba.
Mientras hacía los papeles de renuncia, vio cómo una artista audicionaba. Se presentaba como actriz de comedia, Lola Membrives.
Sonrió al ver a la joven.
Sentía que iba a llegar muy lejos en ese lugar.
Cuando salió, triste, tomó el ferrocarril.
Todavía tenía kilómetros por recorrer, quería olvidarse de los lugares que solía conocer.
De la gente que solía amar.
De los sueños que deseaba alcanzar.
Prometió no llorar.
Bajó del ferrocarril.
Ahí estaba, el barrio donde vivía de pequeña.
Caminó largas cuadras hasta llegar al hogar de su madre.
Tocó la puerta tres veces, y abrieron. Ella estaba ahí.
Gastada por la edad, pero aún bella.
Con arrugas adornando su cara, pero todavía hermosa.
Le sonrió.
El asombro se notaba en la cara de la anciana, sin embargo la dejó pasar.
Preguntó por sus hermanas.
Supo que todas se habían casado y mudado con el paso del tiempo.
Charlaron un rato más, hasta que la mujer de mayor edad quiso descansar.
Rita la acompañó hasta el cuarto y la arropó. Se despidió de ella deseándole buenas noches y con un beso en la mejilla.
Como si fuera la última vez.
Cerró la puerta y se dirigió a su cuarto. Melancólica, se acostó.
Sus pensamientos se volvieron negros.
Empeñada en escapar, sentía cómo poco a poco se iba.
Sus emociones habían colapsado.
Buscó con desesperación en su maleta su medicamento para el hígado.
Lo encontró.
Sus manos temblaban. ¿Iba a hacerlo?
Fue hasta la cocina y también buscó el whisky.
Se había decidido.
Había tocado fondo, y fue amor a primera vista.
Esa vida llena de sonrisas injustificadas y sueños vacíos iba a acabarse.
Rezó por su madre.
Y por ella.
Para que la tierra abrace su alma y la sostenga.
Para que su enfermedad se cure en el interior del atardecer.
Para que nazcan flores en las oscuridades de sus pensamientos.
Para ser feliz, y morir en paz.
Había empezado con una enfermedad en sus entrañas, y terminó así.
Tomando una sobredosis de medicamentos y el alcohol más fuerte que encontró.
Sola.
Triste.
Así, había fallecido.
"Siempre había querido ser feliz.
Tener la familia perfecta.
Un esposo amoroso, un hogar.
Hijos.
Amor.
Pero al parecer no siempre es así.
Lamento haberme ido de esta forma.
Me he apegado mucho a donde me caí, es verdad.
Estoy empeñada en escapar.
Veo cómo te alejas.
Tengo miedo."
Este fue el último llamado de ayuda de Rita Marzi, de 28 años, parte del sector de danzas en el Maipo, escrito en una nota encontrada por su novio en su departamento. Muerta el 23 de abril de 1933, en el partido de Chivilcoy.
Un mes después, Lola Membrives debuta en el Maipo con "Bodas de Sangre".