Mientras corro sobre los pastizales de aquel campo, me tiro sobre una colina, y mientras ruedo pienso que me gustaría paralizar ese instante donde soy un niño y no pienso nada más, ni me preocupo, sumergirme en la duda. Soy tan puro, un chorro de luz que contagia alegrías, llantos, no pienso racionalmente como “deberían hacerlo todos”, “tan ingenuo”, sin más, sólo soy un niño, por “ser menos” que cualquier persona mayor a mí, soy más.
Emergido en mi propio mundo voy, aunque en el de afuera tengo casi todo prohibido, adentro mío hay un mundo que muchas veces simplemente está mal, aunque para mí no lo esté, y no entiendo por qué, sigo solo siendo un niño, sería algo raro que haga algo bien.
Al fin y al cabo, al final del día, sigo siempre siendo un niño y aunque camine bien o en puntas de pie, no importa, siempre me termino dando contra la pared.
En los árboles de aquel campo, debajo de ellos me suelo sentar, el pasto que se mueve por la brisa me avisa la llegada de la primavera, se siente tan suave, las hormigas que caminan son mis amigas, desde la punta de mi dedo las llevo a dar una recorrida, se me cae de la mano y gira con la brisa… pobre hormiga, la perdí de vista, perdí una amiga.
Una silueta se acerca, mientras atardecía, la sombra del sol se escurre entre las montañas del paisaje de aquel campo. Ahogado por su propio grito fue que se despidió hasta quedarse sin suspiro, anunciando la conclusión del día, la llegada de la noche, e inevitablemente la caída, mi caída de la colina
despierto
y al final del cuento
solo quedan suspiros
y sospecho
que algún día pude haber llegado a ser
a ser un niño.