Estaba en el parque, enfrente de la casa de mis primos chetos, cuando avisté a uno de ellos, el menor, que venía por la vereda de enfrenet con una pelota en la mano. Pasé por su lado y le pregunté por qué no picaba esa pelota, así una llama de vida se prendería en su interior y algo interesante ocurriría en su solitario y extraño mundo, enjambrado con fantasías y sueños, los cuales nadie nunca alborotó en lo más mínimo, ya que no reunieron el valor suficiente y por ello no lo hacían, o simplemente porque no pudieron.
Ese intratable chico ya me debía desde tiempo atrás el cumplimiento de una promesa, una promesa que sería la puerta para que muchos vean de otro modo al huraño y a su insípida forma de vida.
Él, silencioso como de costumbre, y yo, la insensata de siempre, cortamos la conversación.
su miedo a que esa simple e insignificante pelota se pinchara recibía la atención constante de los desconocidos.
El estado del chico llegaba hasta el punto de la paranoia.
Esa bola de goma roja tenía algo especial que notoriamente había cambiado la vida de mi primo por completo, en la cual hubo, hasta la última vez que lo vi, un tenue pero salvaje color.
Él había madrugado esa mañana. Seguramente fue a una de esas maravillosas convenciones frikis. En cierto punto, hasta yo pincharía su burbuja.
Así esta se abriría y mi ingenuo primo caería, de una vez por todas, en el mundo real.
Que él fuese, en algún punto, del todo normal, siempre me pareció algo imposible. Sin embargo, al verlo ahora, en persona, luego de todos esos años que no lo hacía, esa esperanza ya no me parecía tan lejana.
Era el momento de hacer cumplir su promesa.