- Mamá, mamá - llamaba la pequeña niña, de unos aproximados ocho años de edad, mientras sostenía su muñequita de trapo.
Sus curiosos y gigantes ojos avellana buscaron la esbelta figura, pero al pasar habitación por habitación seguía sin encontrarla.
<< Ya no está >> escuchaba que decía su muñequita.
<< Ya se fue >> volvía a oír.
<< Vete a dormir >> le ordenaba.
- Pero quiero a mamá... - murmuraba lastimosamente la pequeña, abrazándose otra vez a su compañerita.
<< Te lo advertí >> volvió a oír la niña, pero hizo caso omiso, y abrió la última puerta del largo pasillo, encontrando la impactante escena.
Lágrimas se acumularon en sus ojos, palabras no dichas en su boca, y lo único que pudo hacer fue caer de rodillas en el suelo de madera y sollozar.
Estaba ahí.
Su madre estaba ahí.
Colgada.
Muerta.
Pero igual de bonita como siempre, su madre.
Salió de su shock, y como una autómata, caminó lentamente hacia ella.
Dejó su muñeca en el piso, como si no le importara.
Al llegar donde estaba su madre, levantó la vista hacia su rostro, encontrándolo morado y, claramente, sin vida.
Pero aún seguía siendo bonita.
Y la abrazó.
No sentía su calor corporal, pero ahí estaba.
Su madre.
Era ella, no había duda alguna; podía sentirlo.
Y agarró más fuerte su rosado vestido, arrugándolo.
Claramente estaba ahí.
Su mamá.