Michael tomó asiento en la alfombra de su pequeño balcón y suspiró.
Las cosas habían cambiado.
No podía seguir así. No de esa forma.
Necesitaba irse de ese lugar. Escapar. Una nueva vida. Un nuevo comienzo.
Dejarlo atrás.
A él.
Al posible amor de su vida.
Esbozó una melancólica sonrisa. Lo extrañaba. Mucho.
Lo amaba tanto.
Aún recordaba cuando salieron por primera vez.
En esa noche fría de invierno, azul como sus ojos. Un azul tan profundo como el océano, tanto, que podía perderse en ellos.
Y sus rubios cabellos, tan rubios como la luna y las estrellas en ese momento.
Con la nieve cubriendo la mitad de sus piernas, habían danzado hasta el amanecer.
Incluso se habían besado, y un torbellino de mariposas se había instalado en su estómago.
La sensación perduraba.
Aún podía sentirlo. Ahí, a su lado, abrazándolo suavemente y susurrándole cosas bonitas, "te quiero" infinitos.
Tragó sus lágrimas, y, con un nudo en la garganta, trató de apartar esos recuerdos.
Debía irse.
Ahora.
No había tiempo para despedidas.
Tenía que dejar atrás esa ciudad, y a ese rubio de ojos azules como la noche misma.